Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 19 de diciembre de 2017

En la cripta de Barbazul tras Béla Bartók (I)



El cementerio judío,
Jacob Isaackszon van Ruisdael (1657)

Quienes se aventuren por la selva de estas líneas tal vez se sientan defraudados, porque en pos de Béla Bartók (1881-1945) no me detendré apenas en El castillo de Barbazul (1911), la singular ópera en un acto que, con apenas treinta años, compuso sin poder estrenar de inmediato y cuyo éxito completo se retrasó casi otros treinta años. Me estremece pensar que, inspirándose en el cuento de Charles Perrault y con el libreto de su amigo Béla Balázs, el compositor húngaro, en su precoz juventud, fue capaz de descubrir, mediante las pinceladas exactas de sus duetos, el desposorio íntimo de la desilusión más apasionada. En el inicio de mi pospuesta senectud Barbazul y Judit me entregan ahora las llaves de otras cámaras, feas, pobres y débiles, acaso redimidas, que recorro con entusiasta extenuación.

Como cada nuevo curso, mi heterónimo, funambulista universitario, debe rehacer el material de alguna asignatura superior que garantice a su empresa cubrir la apariencia de un aforo limitado. Como observa ya sin ira y sin parcialidad, tácitamente, las ruinas en descomposición de una profesión que no podrá dejar de amar, ha recuperado las notas que ha ido tomando de sus lecturas de los ensayos de George Steiner durante los últimos años.

Como le aburre el tono entre plañidero y autocomplacido que adopta el debate sobre el pomposo y sepulcral futuro de las humanidades, pronunciadas silábicamente y con mayúscula panteónica, ha decidido aparentar que se sumaba al coro con el tema ya viejuno, francfurtiano, de unas lecciones de (in)humanidades. Ha querido replantear el tópico de si puede haber poesía después de Auschwitz a partir del deplorable argumento que Steiner desliza En el Castillo de Barbazul.

Puesto que la crisis humanística se debería a que la cultura no sólo ha incumplido la promesa ilustrada de resistir y vencer la barbarie, sino que la ha engendrado hasta sus extremos impensables, la generación del 68 ha preferido no andarse con rodeos y dedicarse a fondo a la extorsión, el tráfico de armas y la esclavitud. ¿No representó acaso Jim Morrison el reflejo epilogal de Arthur Rimbaud? La nueva pedagogía ha logrado en gran parte su objetivo desaguando la literatura, el arte y la música por la tubería de las aclamadas y residuales ciencias sociales y humanas, que representan el sector terciario de una economía poscapitalista. Lo reconozco. Querría exclamar como Hamlet tras haber visto al Fantasma paterno: “That one may smile, and smile, and be a villain. / At least I may be sure to be in Denmark” (Hamlet, I., v, 108-109).

Con disimulo, con incierta melancolía, mi heterónimo ha ido intercalando en su exposición académica relecturas propias con las que quería invocar humilde el modelo medieval del trívium. Quizás haya intuido que, para verla reflorecer, una antropología ética y escatológica debe recobrar, que no restaurar, el sentido retórico, gramatical y dialéctico de su pérdida.

Ha descendido, pues, a la cripta de su Tradición y, a través de sus pasadizos, se ha esforzado en zafarse de una de las tentaciones fenomenológicas más arduas de resistir. En el Paraíso, Adán y Eva habrían podido comer del Árbol de la Vida y vivir para siempre, pero la Serpiente comprendió que el precio de la muerte atrae demasiado al hombre como para que se abstenga de pagarlo. En la mazmorra de la Leyenda del Gran Inquisidor de Fiodor Dostoievsky o En la colonia penitenciaria de Franz Kafka, tras el túmulo de la Antígona de Jean Anouilh o en los confines inhumanos que surcó Primo Levi, la inmanencia posmoderna exalta la indagación sobre las fronteras y los límites del Bien y del Mal, cuyo conocimiento nos deslumbra y nos aniquila.

¿Será posible todavía revertir la imagen concentracionaria de nuestro infierno vuelto inmanente? ¿No está en juego la seriedad teológica, singular e irrepetible, del único combate humano que escapa a las dualidades metafísicas de nuestro maniqueísmo? Cavalcanti susurra a lo lejos: la Ley y la Gracia…

Los Hermanos Karamázov es una novela que puede ser leída, en su propia estructura, como un tratado de estética teológica en abyme. La obra inaugura el espacio de una (contra)creación bajo el peso del Pecado y la ley del Amor. Su dialéctica no es unívoca, sino poderosamente inquietante. A la manera cervantina, la novela se construye en clave de “fuga” a través de relatos que no se intercalan simplemente en el texto, sino que sirven de espejos que ponen al descubierto los límites ideológicos y morales de un mundo artístico que, ante la ausencia de Dios, cuestiona la autoridad misma de su autor.

Iván grita que “no es a Dios a quien rechazo, sino al mundo, al mundo creado por él; el mundo de Dios, no lo acepto ni puedo estar de acuerdo con él”. Zósima habría replicado: “sin Dios, ¿cómo puede existir el crimen?”. El concepto de crimen desparece bajo los pies del hombre moderno al desaparecer la conciencia de pecado.

El Gran Inquisidor no plantea ante Jesús sino la vieja tentación del Edén ahora en el desierto. Bajo las preguntas sobre el Bien y el Mal se atisba el drama de la Salvación mediante la kenosis cósmico-existencial de Cristo. Entre el Inquisidor y Jesús se alza, irreductible, el símbolo de la auctoritas espiritual frente a la potestas mundana. El Inquisidor, como un villano sonriente y cansado, recuerda a Jesús que la única Justicia posible sólo puede darse en (ausencia de) Libertad y que es preciso convencer a la humanidad que no es el conocimiento del bien y del mal el que le permitirá vivir en paz sino en negar la Gracia. En esta terrible inversión, por el que la letra da vida y el espíritu mata, la humanidad podrá resistir bajo el peso cerrado y absoluto de la Caída. Como exclama, frenético, Aliosha: “Tu Inquisidor no cree en Dios, ¡ese es su secreto!”. 

¿Pero es posible deshacerse de la bendición que nace de la maldición de estar sometidos a la Ley? La colonia penitenciaria de Kafka alza un poderoso símbolo de la Ley con el estremecedor instrumento de tortura que es a la vez la imprenta de nuestra cultura. Las dos condenas son reveladoras: “Honra a tu superior” y “Sé justo”. Como anunciaba Ezequiel para la salvación, ahora “al condenado se le escribe en el cuerpo la disposición que ha quebrantado”, pero, al inscribirla en él, apenas es legible. El explorador observa el castigo desde una perspectiva ilustrada, humanitarista. El Oficial, cuya fidelidad al anterior comandante mosaico se mantiene incólume, comprende que el sentido de la Ley se ha desvanecido y, por ello, debe autosacrificarse. En medio del desierto que es “este hondo, arenoso, valle, completamente cerrado entre riscos pelados”, la Ley debe obedecerse hasta en su autodisolución. Tal expiación carece de cualquier valor redentor. La muerte constata el (sin)sentido de la culpa: “No tendría sentido anunciárselo. La experimentará en su cuerpo”.





Si acaso es imposible, queda todavía la espera…

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