Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

viernes, 4 de agosto de 2017

La fuerza del silencio.



San Bruno y sus compañeros se encaminan a la Chartreuse,
Manuel Bayeu y Subías (2º mitad siglo XVIII)

El silencio no es el exilio de la Palabra. Es el amor de la Palabra única. La abundancia de palabras, por el contrario, es el síntoma de la duda. La incredulidad siempre es charlatana” (Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio).


Emprendo con ciertos escrúpulos esta reseña de La fuerza del silencio (Madrid, 2017), el nuevo libro del Cardenal Robert Sarah (1945), Prefecto de la Congregación para el Culturo Divino y la Disciplina de los Sacramentos, con el periodista Nicolas Diat. El Cardenal Sarah, de quien el papa emérito Benedicto XVI, en el epilogo a la edición inglesa, ha elogiado su tarea al frente de la Congregación, ha escrito un formidable alegato espiritual en favor del silencio frente a la dictadura del ruido en la sociedad actual, la cual advierte en aquel un enemigo tanto más temible por invencible en su propia naturaleza.

Cavalcanti, cisterciense, debería aplaudir rendido los méritos deslumbrantes de las 365 reflexiones con que nuestro Prefecto ha ido respondiendo a las cuestiones que le planteaba su entrevistador sobre liturgia, sí, pero también sobre la Iglesia como cuerpo místico y como institución social, sobre la crisis posconciliar y el sentido de la reforma litúrgica, sobre los desafíos políticos y morales contemporáneos y sobre el ejemplo que la Roca de la Tradición y del orden (sobre)natural que representa puede seguir manteniendo como resistencia a las puertas del infierno que avanzan en apariencia triunfantes.

Como güelfo, Cavalcanti se siente consolado y confortado por la defensa de la fe que el Cardenal sostiene con vigor decidido. Como claravalense, con libertad cristiana, a Cavalcanti le apena discrepar de los matices que definen su tesis central.

Ascenderé a sus sobrias alturas lo más ligero posible. Entre un prólogo del entrevistador y un epílogo del autor, el libro consta de cinco capítulos en que se subraya la profunda huella que el ejemplo de la Cartuja de san Bruno ha dejado en el espíritu del Cardenal Sarah. De hecho, el quinto capítulo es una larga conversación que, moderada por Nicolas Diat, mantiene el Prefecto con Dom Dysmas de Lassus, Prior General de la Grande-Chartreuse. Este diálogo viene a culminar, como su cima, el itinerario recorrido en los cuatro capítulos precedentes, el cual puede considerarse, en verdad, como un tratado de espiritualidad al modo de una subida al monte del silencio que, lógicamente, debe coronarse física y simbólicamente en la gran cartuja.

Como digo, cada capítulo es una jornada en tal ascenso. Me atrevería a decir de una manera quizás excesivamente analógica que los dos primeros capítulos, “El silencio frente al ruido del mundo” y “Dios no habla, pero su voz es nítida”, afrontan la virtud del silencio desde un plano ascético y contemplativo respectivamente: primero, es preciso deshacerse del ambiente ensordecedor que nos rodea y que embota y hasta aniquila nuestro espíritu, incluso en el seno mismo de la Iglesia, a fin de poder estar en disposición de ponernos ante la presencia real y definitiva de nuestro Dios. En el tercer capítulo, “El silencio, el misterio y lo sagrado”, es posible entonces adentrarse en el único culto agradable a Dios, que tiene lugar y cobra su sentido pleno en la sagrada liturgia, donde el tiempo y la eternidad, el cielo y la tierra, coinciden en el sacrificio eucarístico alzado ante la mirada adoradora de la humanidad redimida.

Sólo dirigiendo la mirada hacia la Hostia santa, Víctima pura y sin mancha, resulta digna de considerar cualquier reflexión sobre “El silencio de Dios ante el azote del mal”, cuarto y último escalón de este camino. Desde el principio, la argumentación del Cardenal Sarah, que ha estado cuajada de referencias bíblicas, exegéticas y literarias, ha ido orientándose a gestar y dar cuenta de esta encrucijada que ha atormentado la modernidad occidental desde Leibniz y Pascal hasta la transformación actual del orden social y moral de Occidente, tras los horrores del siglo XX. Me refiero, claro está, a la legitimidad de una teodicea.

En este tránsito las observaciones del Cardenal Sarah son de una extrema pertinencia y demuestran que la ley de la oración es la piedra angular de la ley del creer. No puede existir oposición entre doctrina y pastoral porque son unificadas, mejor dicho, acrisoladas y forjadas en el fuego uno y el mismo de la Liturgia. Firmemente sugerida, en la defensa del matrimonio cristiano no está en juego la felicidad o no individual, sino que de ella depende el edificio entero de la salvación querida por Dios, por cuanto la Iglesia es imagen de la ciudad celeste en todas sus dimensiones: políticas, sociales y morales. El silencio, la soledad y el desierto son una llamada a callar el confuso bramido en que estamos sumidos. En ellos podremos recobrar, nítida y plena, la voluntad de Dios.

Como güelfo, milito bajo tal bandera.

Sin embargo, a medida que avanzaba en la lectura del libro, iba sintiendo una creciente sensación de asfixia. Muy agustiniano, como Ratzinger, pero en su tonalidad más neoplatónica, muy sensible a la primacía de la mirada, el Cardenal Sarah se ve arrastrado a practicar, a su pesar incluso, diríase casi que intentándola refrenar, lo que podría llamarse una especie de logoclastia. Hay una frase que me ha angustiado especialmente: “Ante Dios, ante su silencio, todo desaparece: ni los apóstoles ni siquiera los evangelistas, son nada frente al silencio del Cielo. En esta tierra, el ruido más hermoso es el Evangelio; pero, por sublime y esencial que sea, queda reducido a un simple sonido al lado del gran silencio de lo Eterno”. Es cierto que Benedicto XVI ha advertido en no pocas ocasiones de los peligros espirituales de la logorrea exegética, pero tampoco ha dejado de subrayar indirectamente que los silencios de Jesús no se contemplan simplemente, sino que se escuchan a través del silencio más allá del propio silencio...

La tesis central del libro del Cardenal Sarah es ésta, por tanto: Dios es silencio. Su lenguaje es el silencio. Su Amor es silencio. Nada que no esté poseído por el silencio -y la Creación entera alaba a su Creador en silencio- procede de Dios. Necesitamos meditar sin descanso en la Palabra para sumirnos al fin en el silencio. La última página del libro es modélica en su formulación: “Entonces la oración puede sumirse en el silencio; no en el silencio del otro o de mí mismo, que también se presenta en su momento, sino en ese silencio que sigue a la Palabra una vez que esta nos ha alcanzado. En definitiva, Dios o nada. Porque nos basta con Dios”.

Como claravalense -como poeta-, alzo la voz.

En el principio era la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Por medio de ella todo fue hecho, y sin ella no se hizo nada de lo que está hecho (Jn. 1, 1-3). El libro de la Sabiduría es un canto a la justicia divina que, como espada de doble filo, distingue la voz -y el silencio- de los santos y de los impíos. Para el cardenal Sarah el silencio es clave para articular una teodicea que haga frente a la objeción del silencio de Dios frente las plagas del mal que han asolado la humanidad desde la Caída y muy especialmente en su réplica revolucionaria entre los siglos XIX y XX. En su silencio, dice con rigor el Cardenal Sarah, Dios mismo manifiesta el triunfo de la Cruz de Cristo. Pero lo que objeto es que ese silencio siga a la Palabra: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt. 24, 35).

No puedo aceptar que Sus palabras sean un ruido excelso. Sin duda, mis palabras -las que escribo ahora, ay, en especial- se disuelven constantemente en un desenfrenado y obtuso rumor. Ante el Evangelio, en cambio, soy llamado a redimirme de ellas poniéndome frente a la Palabra hecha carne. ¿Cómo podría entender el lenguaje de Dios si no me hubiese dado, por su Amor, la única Palabra que pudiera entender, allí donde el tiempo y la eternidad, el cielo y la tierra, el pan consagrado por la palabra, se unen por siempre? El silencio, la soledad y el desierto son las vías en que puede uno realmente escuchar la Palabra que atraviesa y rasga las cortinas de este mundo, que lo deja desnudo y que lo diviniza a la imagen misma de nuestra cabeza, Jesucristo resucitado: “Y en esto entró Jesús, se puso en medio, y les dijo: «Paz a vosotros»” (Jn. 20, 19).

Es así que, derrotado y cabizbajo, continuaba la lectura de La fuerza del silencio cuando han salido a mi paso, y a su sombra me cobijo, las citas de los Estatutos de la Orden de los Cartujos que abren su quinto capítulo “Como un grito en el desierto. Encuentro en la Grande Chartreuse”. Ante la sorpresa, y casi la santa irritación momentánea, de sus interlocutores, Dom Dysmas de Lassus las glosa, mientras los corrige delicadamente con la experiencia fraterna y milenaria de una Orden que, con su Oficio Nocturno, no deja que la humanidad cese de alabar y adorar a Dios en ningún momento del tiempo, del día o de la noche:

En la cartuja no buscamos el silencio, sino la intimidad con Dios por medio del silencio. Es el espacio privilegiado que permitirá la comunión; pertenece al orden del lenguaje, pero un lenguaje de otra clase. […] Hay que volver una y otra vez al misterio de Jesús. Dios habló en medio del mundo con una palabra humana idéntica a la nuestra. Cristo vivió treinta y tres años en esta tierra y, durante treinta años, su palabra no traspasó los límites de una aldea de varios centenares de habitantes. Ese es el silencio de Dios. Está en la tierra y permanece oculto. ¿Se puede hablar de un Dios silencioso? Yo hablaría más bien de un Dios oculto. […] ¿Es Dios el que es silencioso, o somos nosotros los que no le escuchamos porque nuestro oído interior y nuestra inteligencia no están habituados a su lenguaje? El fruto del silencio consiste en aprender a distinguir su voz, aun cuando siempre conserve su misterio
(Dom Dysmas de Lassus, en Cardenal Robert Sarah con Nicolas Diat, La fuerza del silencio)


Güelfo claravalense, stilnovista, habré de seguir forjando mi fidelidad en el silencio que precede a la manifestación definitiva de la Palabra.

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