Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 11 de octubre de 2016

Una literatura sin fronteras (y II).



La chute de l'ange,
Marc Chagall (1923-1934-1947)

Me arrepiento de haber fustigado sin piedad la semana pasada a mi heterónimo. La implacable decencia es también una hybris, un yerro o una desmesura culpable en una ciudad laberíntica y derruida, como la de la universidad actual, que ha cegado y ha dejado impracticables los caminos hacia el cenobio desolado. Las torres de marfil son segundas residencias confortables que nadie realmente quiere habitar. Aplastada por el peso cotidiano de mil rutinas prescindibles, la intimidad desnuda apenas puede alcanzar el refugio de sus palabras últimas.
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... El escritor ya no es poeta o novelista o periodista o activista o manager de sí mismo o docente o traductor o… una mezcla de todas estas facetas, sino alguien que, habiendo asumido la desestabilización esencial -y social- del hecho literario, no se propone el objetivo, con ese gerundio tan anglicista, de reinventing, reframing, remaking el lenguaje. Al recobrar la literatura el aliento de su (im)potencia se deshace, proteicamente, del abrazo opresivo de las formas del coaching editorial. La literatura sin fronteras ha dejado de reinventarse, para someterse incesante y radicalmente al proceso de desgaste de los límites que traza el dinamismo de su tradición -el mar siempre recomenzado de Paul Valéry-. La literatura pone en crisis una y otra vez, de modo palimpséstico, su crisis constitutiva, que, a diferencia de las ficciones televisivas, profundiza las diferencias respecto de unos modelos económicos de consumo digital.

No desaparece el libro, sino que sus fronteras físicas y estructurales se evaporan. El capítulo, el artículo, el aforismo, la entrada del diario, etc., se confunden en el papel o en la pantalla, en una escritura que no puede dejar de ser interminable lectura. Sin permitirse ingenuidades, el oficio de escribir se ha de radicalizar convirtiéndolo en escritura, como la vuelta a la lectura ha de zanjar el duelo por la caída de sus teorías. La lección de Maurice Blanchot sigue en pie, pero a condición de radicalizarla y eludirla: “La experiencia que la literatura es, es una experiencia total, una cuestión que no tolera límites, que no acepta ser estabilizada o reducida, por ejemplo, a una cuestión de lenguaje (a menos que bajo ese punto de vista todo se desestabilice). La experiencia de la literatura es la pasión misma de su propia cuestión y fuerza a aquel que atrae a entrar por completo en esa cuestión”.

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Sin orígenes la caída sin fin de la escritura podría ser abismal, pero, como decía la semana pasada, frente a los experimentalismos antimetafísicos, la condición palimpséstica de la literatura actual pasa por recobrar una tensión dinámica con las zonas eclipsadas de las lecciones modernistas de principios de siglo XX. Es ese trayecto que une pasadizos escondidos que leen los retos de Proust y de Walser, de Joyce o de Musil, y que desembocan en precedentes inmediatos como Thomas BerhardEnrique Vila-Matas.

No es casual, pues, que esa experiencia total de la literatura reivindique, en una fragmentación que pone bajo un foco líquido la observación marxista de que la repetición de la historia no contenga de alguna manera el componente trágico de su farsa. Más allá de identidades (de)construidas, la subjetividad -no la autoría- regresa en la fusión autobiográfica de modos genéricos. La narratividad condensa el jugo poético de una vida que sólo puede pensarse -y desvelarse- discontinuamente. Escribir una obra es documentar el proceso de desaparición de las certezas que han sostenido la cultura humanista y que quizás está abriendo el espacio de su recreación. El apocalipsis no está por venir, sino que ha sucedido en algún momento desconocido que se quiere ocultar hablando de “política, cultura y running” y que es el que hace posible todavía el lugar que la escritura habita como un acontecer desnudo y, por ello, de nuevo creativo.

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Contemplo otro cuadro. La chute d’Icare (1974) de Marc Chagall. Este lienzo también debe ser leído. Chagall relee en la propia tradición -Rubens- su obra.  Desde un cielo en que el sol sabe a fuego y ceniza, Ícaro, que en el imaginario mitográfico de Occidente representa la caída incontrolable más allá de las propias fuerzas, se precipita sobre un campo europeo. A su vista las víctimas, atormentadas y gloriosas, constituyen la única esperanza del Juicio que el arte anuncia. La chute d’Icare rehace este movimiento pascual y apocalíptico de la diferencia de la paz en la guerra, estilizándolo aún más si cabe. Como un oxímoron que se resuelve en paradoja, ya había atravesado la compleja elaboración, ecuménica, de otro cuadro de Chagall, La chute de l’ange (1923-1934-1947). Una literatura sin fronteras recupera el espacio de la intimidad para afirmar una alegría diferente, una alegría que llega demasiado tarde y que no puede permitir a sus artistas olvidar, no saber.

“La espada morirá como el racimo.
El cristal no es más frágil que la roca.
Las cosas son su porvenir de polvo.
El hierro es el orín. La voz, el eco.
Adán, el joven padre, es tu ceniza.
El último jardín será el primero.
El ruiseñor y Píndaro son voces.
La aurora es el reflejo del ocaso.
El micenio, la máscara del oro.
El alto muro, la ultrajada ruina.
Urquiza, lo que dejan los puñales.
El rostro que se mira en el espejo
No es el de ayer. La noche lo ha gastado.
El delicado tiempo nos modela.

 Qué dicha ser el agua invulnerable
Que corre en la parábola de Heráclito
O el intrincado fuego, pero ahora,
En este largo día que no pasa,
Me siento duradero y desvalido”


(Jorge Luis Borges, “Adán es tu ceniza”, en Historia de la noche)


No sé si lo habré logrado ni aproximadamente. Lo he intentado. He querido leer escribiendo.

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Duradero y desvalido, mi heterónimo debería sentirse agua invulnerable bajo el intrincado fuego en que se abrasa su sed de soledad. La ciudad coloniza todo espacio desértico fuera de unos muros que no cesa de derrocar en su avance canceroso. Junto a ella se alzan los conventículos que desean preservar la ilusión de una intimidad transparente. Sólo en el corazón mismo de estas tinieblas, quién sabe por cuánto tiempo, es posible aún pasar oculto y olvidado, celebrando como en una cripta de la libertad, monacal, la liturgia proscrita de la eternidad. Recusante y güelfa.

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