Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 29 de marzo de 2016

... el fin de los tiempos



La Caída de Babilonia,
Cimabue (1277-1283)


fue anunciado en figura al traspasar Adán y Eva el umbral del Paraíso, mientras refulgía a sus espaldas la espada del querubín. A éste, entre sus tareas, se le encomendó también proteger el Edén de las dos principales consecuencias teológicas de la Caída: el código de derecho canónico y la exégesis bíblica. Ahora vemos por un espejo en enigma; entonces se nos caerán las máscaras de vergüenza…  Me ha venido a la cabeza este (modificado y exagerado) versículo paulino tras acompañar a mi amigo germanófilo a la charla de un biblista cuyo leit-motif, contra toda suerte de "fundamentalistas" y "literalistas" que todavía no nos hemos extinguido, era “un texto sin contexto es un pretexto”.

Cronista de la catástrofe, buscaré una imposible exactitud subjetiva. Podría resumirse así su exposición. El método histórico-critico ha logrado introducir “una bomba de relojería” (sic) en el interior del magisterio gracias a la labor de zapa que los biblistas realizaron en el Concilio Vaticano II. Los obispos no se dieron cuenta, pero consiguieron colar en la Dei Verbum que el Magisterio esté sometido a la Palabra de Dios, la cual, evidentemente, había sido manipulada durante dos mil años de cristianismo por los temores de una jerarquía insegura. 

Como dice mi amigo germanófilo, estos exegetas proclaman el deísmo porque son incapaces de asumir que sus métodos, correctamente aplicados, son simples instrumentos forenses para viviseccionar la Palabra. Están empeñados en hacer plausible la Muerte de Dios, como si todavía fuera posible sentirse esperanzado en el fondo del nihilismo. 

¿Cómo? Con una operación muy vista, que simultáneamente afirma o niega. Las Escrituras son divinas porque son humanas, de modo que la Resurrección es un relato literario que revela una verdad, mientras que, por el contrario, la doctrina sobre el pecado original se sostiene sobre un mito babilónico que cabe dar por descontado con una mentalidad científica e ilustrada. ¿No entendéis? Él lo explica con paciencia. Lo que no se ajusta a su lectura global es siempre fruto de una perícopa interpolada a posteriori para asimilar el impacto psicológico de la novedad de Jesús. Es la gente débil -la jerarquía, ¿correcto?- la que transforma su miedo en creencia dogmática. 

Permitidme, lectores, un análisis leninista del planteamiento que el biblista llamaría “liberador”. El Pueblo de Dios en marcha equivale al proletariado que camina hacia la comprensión definitiva de la historia que se manifiesta en la imagen de un Dios-salvación. A su cabeza abre la marcha la Exégesis, entre cuyos cuadros emerge la figura del teólogo como intelectual orgánico. La jerarquía es nada más que una burguesía que, a través de la acumulación de capitales que se sustancia en el Magisterio, oprime y coarta el verdadero sentido del mensaje que vino a traer el profeta Jesús, el otro gran olvidado de la historia de la Iglesia Católica, al que por fin el actual Papa -y el cardenal Martini- están poniendo de nuevo en el centro de la vida de nuestras comunidades. Esta búsqueda nada tiene que ver con Ratzinger, ese fundamentalista que lee la Biblia literalmente

No debe dejarse de repetir que Jesús el profeta no vino a fundar una Iglesia, sino a congregar al Pueblo de Dios que ya existía (guiño cómplice al judaísmo…), pero que, como se resistía y se encerraba, aquí sí, en su “pecado” (el sionismo supongo…), los seguidores no judíos de Jesús (los otros no formaban más que una secta, como ya habréis deducido) se vieron obligados a construir una Iglesia por las circunstancias sociales e históricas de su momento; básicamente -y no estoy satírico sino descriptivo- porque las viudas de los "helenistas" se quedaban sin el reparto de los alimentos que los judíos acaparaban para las suyas (Hchs. 6, 1). 

Por supuesto, la unidad de los cristianos es un bien que cabe perseguir, pero no seáis intransigentes: no absoluticemos una obra humana. Hay que mantener viva la pluralidad que sólo la Iglesia católica, por descontado, desconoce, aunque la propia marcha de los acontecimientos hará que en breve el sacerdocio femenino se haga realidad, ojalá que junto con la liberación de los pueblos y la revolución ecológica… 

A fin de cuentas, si Jesús no fundó una Iglesia y los doce apóstoles no son más que un símbolo de sus seguidores, ¿tiene alguna importancia que las mujeres sean sacerdotes? Yo diría que sí: desmontar el patriarcalismo de la jerarquía que se ha apropiado -que ha usurpado- los medios de producción. Es cuestión de tiempo que la Palabra meditada por el Pueblo de Dios someta definitivamente al Magisterio… porque, tíos, ¡tela con el Magisterio!, si lo sabrán ellas y ellos.

A lo largo de un par de horas me pareció compartir la experiencia de un católico inglés o alemán al principio de la Reforma. Enfrente disertaba con claridad y profesionalidad un sacerdote católico que, literalmente, predicaba una fe personal en tanto lo que había dejado de ser. Y la jerarquía, timorata y retrógrada, le había mantenido la venia docendi durante más de treinta años...

Encontrarse con el Resucitado es una experiencia que nada tiene que ver con el encuentro con otra persona de nuestra historia, pero no debe limitarse a unas charlas de sobremesa y el recuerdo que luego se fraguó de que vivía y de que continuaba su obra. Los relatos de la resurrección nos muestran que la fe no nació en el corazón de los discípulos, sino que les vino de fuera y los fortaleció frente a sus dudas y los convenció de que Jesús había resucitado realmente. El que yacía en el sepulcro ya no está allí, él mismo -sí, él realmente- ha resucitado. Ha entrado en el reino de Dios y es tan poderoso que puede hacerse visible a los hombres, que puede mostrar que en él el poder del amor ha sido más fuerte que el poder de la muerte”.
(Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo)


No reí, no aplaudí, no pregunté. Todo era diáfano. Como me tocó estar sentado frente a él, ¿se notaría mi descortesía?

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