Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 19 de mayo de 2015

Sir Thomas More, ora pro nobis.



Sir Thomas More with his daughter,
John Rogers Herbert (1844)

“Ningún cuerpo está tan plenamente configurado por el alma como la letra de la Sagrada Escritura está permeada de misterios espirituales”. En estas palabras de La agonía de Cristo, el último libro escrito por Tomás Moro (1478-1535) durante su prisión en la Torre de Londres, refulge dramáticamente la espiritualidad humanista de su autor. Con aquella definición sintetizaba, en la mejor tradición de los Santos Padres, los fundamentos del método exegético-alegórico, mientras se entregaba, en continuidad con la devotio modernaa una profunda meditación sobre el inicio de la Pasión de Jesucristo.

En los albores de la modernidad la mirada de Moro se volvió luminosamente crepuscular. Se vio asistiendo no a la transformación del viejo mundo sino al principio del apocalipsis del nuevo. Quizás por ello se ha solido poner en relación su tratado religioso con la escatología de Pascal: Jesús en agonía hasta el fin del mundo, en Getsemaní. Tengo para mí que la reflexión moreana es, más bien, soteriológica y, en este sentido, siempre humanista. La agonía de Cristo es un libro sobre el misterio de la historia: el poder de las tinieblas sólo puede ser combatido con la oración sin descanso. Fe y esperanza son los dos únicos faros en la noche de la caridad. Enfrentado a la verdad de su martirio, Moro anheló la plenitud mística de sus sufrimientos: la corona del Cielo.

Si el Renacimiento erasmiano quería no tanto restaurar la Antigüedad clásica cuanto fundar una nueva época áurea en el crisol de su tradición cristiana, el autor de Utopía (1516) vislumbró al final de su vida, lúcidamente espantado, el comienzo de la explosión de un proyecto que fue suyo y al que permaneció fiel. La Reforma protestante no sólo había marcado el fin de la Cristiandad, sino que inauguró la destrucción misma de la idea de Europa. Enrique VIII, su amado rey, le asestó el golpe definitivo.

Medio milenio después, Moro me entusiasma porque su delicadeza familiar y social está tejida de la experiencia cartujana de su juventud. Es un ejemplo de monje laico en medio del mundo. No es que llevase el monasterio dentro de sí, sino que nunca lo abandonaba incluso en medio de las más altas responsabilidades. No era el trabajo su oración, sino que su oración se derramaba en todas sus ocupaciones. Como Chesterton observó agudamente con motivo de su canonización en 1935, Tomás Moro no fue sólo el campeón de la Libertad en  su vida y en su muerte tan públicas, sino que también “en su vida privada fue figura (type) de una verdad incluso menos comprendida hoy: la verdad de que la morada real de la Libertad es el hogar”.

Impera en nuestra sociedad la idea literalmente indiscutible, para que pueda convertirse en indiscutida, de que las religiones se identifican con el fundamentalismo, la intransigencia y la intolerancia. Esta misma sociedad occidental, que legaliza cualquier procedimiento que permita deshacerse de lo que entiende como obstáculo a sus fines individualistas, no ceja, en nombre de la libertad, de regular y tipificar legalmente comportamientos que se opongan, o simplemente lo parezcan, a la desatada satisfacción de los deseos individuales. El aborto, un derecho hoy en la práctica. A la larga, a los que se nieguen a someterse a la eutanasia se les calificará de egoístas insolidarios. La forma de la familia, una decisión pública de votos convertida en dogma. La vida o la muerte sólo merecerán la pena por la plusvalía psicoeconómica que sean capaces de generar. El control del hogar, una cuestión de seguridad del Estado.

Desde la Revolución Francesa, consecuencia final de las guerras de religión, ha corrido sistemática más sangre en nombre de las Luces que en cualquier sociedad no digo ya feudal sino simplemente sacrificial. Por ello, en el principio, el silencio de Tomás Moro delante de sus acusadores vuelve a ser un ejemplo modélico de la apologética más subversiva para un Estado endiosado que se proclama cabeza suprema de la sociedad, deseando y logrando arrogarse todos los honores y las dignidades ya no en nombre de Dios sino de sí mismo.

Tomo entre mis manos el epistolario desde la Torre y compruebo, desolado, que los argumentos de Thomas Cromwell, a los que se plegaron tantos obispos temerosos del poder del rey, mantienen su sofística capacidad de seducción. Incluso conservan una frescura sutil mayor que los que sostienen hoy en días tantos especialistas interculturales e interreligiosos en ética aplicada. Reduciendo los studia humanitatis a la versión más corrompida de la filosofía moral, se sepulta en el olvido reaccionario la historia, la oratoria, la gramática o la poesía cuya figuratividad –como la de su hermana medieval, la matemática− desmonta la supuesta proactividad sinérgica de esa basura intelectual que suele esconderse bajo pomposos e hipócritas títulos, como el de ciencias de la comunicación.

Pero, Margaret, las razones de que rechace el juramento, como te he dicho frecuentemente, nunca te las mostraré, ni a ti ni a nadie, a no ser que su majestad guste mandármelas. Si su majestad lo hiciera así, ya te he dicho cómo obedecería. Pero, hija mía, lo he rechazado y lo sigo rechazando por más de una causa. […] Si las mismas cosas que vieron antes de una determinada manera, les parecen ahora de otra, mucho me alegro por ellos. Pero todo lo que yo vi antes, todavía hoy día lo veo exactamente igual. Y por lo tanto, aunque ellos puedan actuar de otro modo, yo, hija mía, no puedo. […] Por consiguiente, Margaret, en cosa que ignoro no pensaré de otra gente peor de lo que de mí mismo pienso. Pero como sé bien que solamente mi conciencia me hace rechazar el juramento, así confiaré en Dios y en que otros lo han recibido y aceptado de acuerdo con sus conciencias”.
(Carta de Margaret Roper, hija de Tomás Moro, a Alice Alington, hija de Alice Middelton, segunda esposa de Tomás Moro, en agosto de 1534).

En defensa de su conciencia, sagrario de la verdad, Thomas More no cesa de animar a que, meditando la tristeza del Redentor, “penetremos en el misterio espiritual de salvación escondido bajo la letra de la historia”.


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