Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 24 de septiembre de 2013

La campana mística de Andrei Tarkovski.




Trinidad (1425),
de Andrei Rubliov



Como pórtico a su librito divulgativo La fe según los iconos, el cardenal Tomáš Špidlik comentó la Trinidad de Andrei Rubliov (¿1360-1430?) deteniéndose primero en los motivos periféricos del icono (la encina, la casa) para contextualizar la comunión trinitaria en la perfecta continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: de Abraham al Hijo que ocupa el centro de la composición: “El Lógos, la Palabra, es eternamente el Hijo pronunciado y engendrado por el Padre. Pero “Hijo” es una “figura”, una imagen. Por eso, la Palabra es una imagen del Hijo. Cuando la Palabra venga a habitar entre nosotros, vendrá como Hijo. Este es el fruto del árbol: el hombre se encuentra a sí mismo salvado y asumido en el Hijo de Dios”.

En una de las escenas principales de Andrei Rublev (1966), de Andrei Tarkovski (1932-1986), en una conversación con su maestro Teófanes el Griego el protagonista entona una elegía de la esperanza. Reflexionando sobre el sentido del mal en el mundo a través de una interpretación muy personal del significado redentor de la Muerte de Cristo, dentro del gran cauce de la espiritualidad rusa, desconocida entre nosotros en su enorme riqueza más allá de unos cuantos tópicos, el espectador contempla el camino al Calvario de un joven en la estepa nevada, seguido por un cortejo encabezado por la Madre, el discípulo-hermano y la hermana-apóstol. Al final observamos a los campesinos arrodillados frente a la cruz de perfil sobre un montículo, que es el mismo que en otros momentos de la misma película representa las afueras de Moscú en el siglo XV. Gran parte de la crítica señala el carácter onírico de la escena, como si fuera la proyección de un sueño dentro de otro sueño del protagonista.

Mirando desde dentro, me atrevería a decir que las imágenes de la Crucifixión no están al servicio de las palabras de Rubliov, tan sólo como una ejemplificación “visionaria”, sino que, al contrario, las palabras son el comentario de una imagen del Hijo. La palabra está vuelta hacia el misterio de Dios. Rubliov, de espaldas, contempla el icono que sus palabras intentan comentar, como el sabor del hielo que el Cristo ruso deshace en su boca. Sobre Él cargan todos los dolores del pueblo ruso que el compromiso religioso, por estético, condensa en una mirada oblicua, con una perspectiva en fuga hacia dentro y hacia fuera. Rubliov, en el siglo XX, es un artista socialista.

La palabra socialista aquí no contiene, por supuesto, ni el virus socialdemócrata que la ha infectado pragmáticamente en Europa occidental ni la violencia revolucionaria que semánticamente ha destruido su presunta condición científica. El capítulo “La campana (otoño 1423-primavera 1424)” de Andrei Rublev, que la crítica considera un reflejo autobiográfico del propio Tarkovski, reflexiona precisamente sobre las heridas con que la inocencia del artista sufre y madura al asumir los riesgos de su obra, que, siendo lo suyo más propio, es a la vez fruto colectivo.

Boris, apenas un muchacho, aterrado ante la posibilidad de quedarse solo en unas isbas de apestados, logra convencer a los guardias del Gran Príncipe de que su padre le ha transmitido el secreto de la fundición antes de morir. Recibe, pues, el encargo de dirigir la fundición de la campana de San Jorge. Lo vemos atareado, débil y tiránico, ensayando e investigando. Nada es seguro. Todo, una aventura a vida o muerte.

Entre tanto, todo su quehacer lo sigue con la mirada, cada vez más atenta, Rubliov. Durante quince años ha enmudecido por los horrores que ha vivido. Como expresa el guión escrito (Madrid, 2006), hasta entonces “mira hacia adelante, tratando de no escuchar, tratando de no prestar nunca más ninguna atención a las palabras de los hombres y considerarlas desde ahora como si se tratara de un ruido o de un sonido carente de sentido”. Kiril, el monje envidioso, le recrimina que esté echando a perder el don que, aun sin merecerlo, Dios le ha concedido. Rubliov calla, pero también empieza fijar la mirada.

Llega el gran día y resuena nítida la campana. Y todo el mundo festeja, menos Boris que llora desconsoladamente por su gran éxito, porque su padre no le había transmitido ningún secreto. Viendo pasar a lo lejos a una dama que acompañaba el cortejo del Cristo ruso al Calvario, Rubliov se decide a seguirlo, le consuela y le invita a unirse a él que, ahora sí, está en disposición de pintar su última obra maestra, la Trinidad (1425).

Rubliov, como un nuevo Abraham, tal como dice Špidlik, ha sido visitado y liberado, sacado de sí mismo (exodus). En el “hijo” vive la hospitalidad –el milagro del arte que diviniza al hombre- que se ha hecho Palabra y ha morado junto a él en el hermano: “Esto significa –dice el cardenal jesuita- que el amor es un intercambio de dones en que el hombre ofrece a Dios lo que encuentra en la creación y, en esta oferta, Dios vuelve a donar el hombre la misma creación revelada en su verdad”.

“El muchacho de pronto da un mal paso, resbala, cae sobre su trasero y se desliza pendiente abajo agarrándose con las manos de la tierra arcillosa y del barro. ¡Se agarra del barro! ¡Pero de qué barro! Clava en él las manos, arranca un terrón, lo estruja, lo despedaza y lo estruja de nuevo, lo palpa, acaricia… Es una arcilla untuosa, sin mezcla alguna, de un gris reluciente, maleable y densa. ¡Esta es la que estaba buscando, esta es la arcilla deseada! No sabía que tendría este aspecto, no se la podía haber descrito a nadie, porque nunca la había visto, pero sabe con toda seguridad que es justamente esta arcilla la que necesita” (Andrei Rubliov, Andrei Tarkovksi).
 


Dios no creó al hombre de la nada, sino como dice la Vulgata, lo formó “de limo terrae” e “inspiravit in faciem eius spiraculum vitae”. Creando su obra, espirándola, el poeta habría de completar la imagen de la respiración divina original. A semejanza suya.


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