Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 16 de julio de 2013

Amado y paradójico padre Brown.





Comienzo con una anécdota que oía de pequeño sobre mi tío Leopoldo. Principios de los años cuarenta; histeria germanófila en España. El P. Félix García, el “literato” agustino, que había sido combatiente en la Guerra Civil, acude una vez por semana a tomar café a casa de mi abuela, en que, por razones familiares, se mantienen excéntricas simpatías anglófilas. Gran lector de G. K. Chesterton (1874-1936), Leopoldo discute vivamente en una ocasión con el P. Félix que, con condescendencia, considera al inglés un escritor superficial y un apologeta poco fiable. Indignado, mi tío sale de la habitación exclamando que ese hombre –estupefacto, claro, ante aquel arranque− no ha leído nada del autor de El hombre que fue Jueves. A partir de entonces, cada vez que el religioso hacía su visita, Leopoldo se sentaba en una butaca frente a él desplegando un periódico que le permitía no tener que mirarlo.

Mi tío moriría muy joven. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, compañero suyo de colegio, lo juzgó en sus memorias como uno de los pocos católicos que conoció que, aun profesando el tomismo de la posguerra, era una buena persona. Mi tío leía con pasión al P. Brown.

He visto hace poco la película The Detective (1954), con Alec Guinnes en la piel del cura de Essex y con un jovencísimo Peter Finch en el papel de Flambeau. Aun gustándome, me ha dejado un regusto ácido. La curiosidad me ha hecho regresar a Chesterton, cuyo relato “La cruz azul”, seleccionado para abrir El candor del P. Brown, inspiró su argumento.




En la película, con motivo de un Congreso Eucarístico en Roma, el P. Brown lleva envuelto en papel de estraza una cruz de un valor indefinido que atrae la atención de Flambeau, el ladrón más sagaz de Europa. Disfrazado de sacerdote, el francés se gana, durante el viaje al continente, la confianza del detective aficionado que, pese a su ingenio, no puede impedir que le sea arrebatado su tesoro en las catacumbas de París. Desde ese momento, el P. Brown insiste en su único propósito que es salvar el alma del ladrón. Con toques de farsa y de vodevil amoroso, el sacerdote inglés no ceja en su empeño de recuperar la inocencia en el fondo del corazón de Flambeau que, como el hijo pródigo, regresa finalmente a la iglesia. Allí se sentará junto a la rica viuda por la que sintió un galante chispazo en una de las trampas “espirituales” que le tendió el astuto P. Brown.

El relato de Chesterton es, en cambio, de una inteligencia sin más concesiones que la humildad paradójica de su protagonista. Si el P. Brown de Guiness hace gala de una excentricidad candorosa, el P. Brown original es inclasificable. Conserva ojos puros ante el mal, sin dejarse engañar. Reconoce la inocencia o la culpabilidad por medio de los malentendidos. No pretende principalmente atraer a la iglesia (así, con minúsculas) a ninguno de los criminales con que topa; tampoco a ayudarlos a escapar de la policía. Ni los reduce ni los libera. Sólo les ayuda a ponerse ante su conciencia para que puedan alcanzar la libertad personal de “entregarse”. 

Al P. Brown no le espanta tanto el pecado como el dolor y la ceguera que lo provocan. Sus ladrones y sus asesinos son, a menudo, transformistas. Se disfrazan, se duplican, intercambian papeles en los escenarios esquizoides donde despliegan sus crímenes como en una representación teatral. El P. Brown se esfuerza por alcanzar la verdad -no por descubrir la lógica de los sucesos- planteando correctamente la operatividad de las paradojas del alma humana. El demonio busca el misterio y la oscuridad hasta en la luz. Dios pone al descubierto hasta lo insignificante.

En “La cruz azul”, a través de la mirada perpleja del inspector Aristide Valentin que los persigue por todo Londres, el lector sigue las pistas paradójicas, en apariencia sin sentido (nonsense), de aquellos dos sacerdotes que se alejan hacia Hampstead. Todo se resuelve en una memorable conversación final donde, más que un juego de intelectos, asistimos al diálogo de una de esas parejas que crecen del humus folclórico. Flambeau enorme y corpulento (nada que ver con el Finch menudo y estilizado) y el P. Brown, rechoncho y bajito (nada que ver con el Guiness fornido y pillo) son un nuevo Don Quijote y Sancho, a la manera chestertoniana, con los papeles intercambiados. El sencillo y anodino cura de pueblo penetra los secretos del corazón con la sabiduría de un semiólogo. El astuto transformista Flambeau se rinde, anonadado, con la ingenuidad de un alumno aventajado.

El espíritu católico de Chesterton es tan inglés que ofrece a los meridionales ese sano empirismo que descubre en los signos huellas de la verdad y el bien. El Cardenal Newman le había abierto el camino con su Gramática del asentimiento, por donde transita con humorismo y realismo el estilo de Chesterton que es toda una visión estética del mundo. La razón del catolicismo no reduce a normas la realidad sino que la contempla aceptando la irrupción de lo milagroso y de lo imprevisto como el fondo inmortal que anida en la naturaleza humana. No el qué o el quién debe atraer nuestra curiosidad sino el cómo debe suscitar nuestra sed de conocimiento.

“Hasta ahora el crimen estaba meridianamente claro […] pero, cuando [Valentin] se paraba a pensar en todo lo ocurrido hasta el momento, en todo lo que le había conducido hasta aquel triunfo, se exprimía en vano el cerebro tratando de encontrarle el menor sentido. ¿Qué tenía que ver el robo de la cruz de plata de un cura de Essex con arrojar un plato de sopa contra la pared? ¿Qué tenía que ver con llamar naranjas a las nueces o con pagar un cristal y luego romperlo? La caza había terminado, pero, en cierta manera, se le había escapado el cómo. Normalmente, cuando fracasaba (lo que ocurría muy pocas veces) era porque no había comprendido las pistas, pero aún así se le escapaba el criminal. Ahora había atrapado al criminal, pero no comprendía las pistas”.


Como el P. Brown, me gustaría saber inclinarme para recoger el paraguas que siempre termino perdiendo.


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