Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 19 de febrero de 2013

Borges en las ruinas circulares.






Los tigres y los gauchos de Jorge Luis Borges (1899-1986) me crispan. Las selvas y las llanuras pampeanas donde habitan unos y otros se multiplican en los espejos del olvido cuyos cristales no hay modo de acuchillar. Por ello, como en García Lorca, la atracción borgeana por los puñales es también casi histérica. Sin embargo, los laberintos, como los cármenes barrocos, dispersan entre encrucijadas los rostros de sus héroes, aquellos seres que uno descubre paseando por los arrabales de la memoria, sin sombra ni reflejos, puro fulgor de la nada.

Digamos que Borges trabajó la biblioteca como un apotecario. Combinó fórmulas magistrales, al modo de un alquimista del Renacimiento. Quizás el sombrío Paracelso le había comunicado el secreto de convertir el fango de las sílabas en el oro de las imágenes, verbo eterno de la creación ininterrumpida. A veces los mejores poemas de Borges son narraciones de traidores y alemanes. Sus relatos inmortales son acaso los aforismos perdidos de algunos poemas en esbozo.

Entre los senderos de sus versos, hay un poema que ha asaltado mis desvelos desde hace años. Es uno de los titulados “Heráclito”, fechado en East Lansing, en 1976. Comido por la nostalgia de Buenos Aires, un hombre gris, uno que falta, tal como se define lacónicamente, es abandonado por la tarde de Éfeso junto a un río ignorado. En su voz esculpe la famosa sentencia del devenir. Mientras la pule se percata de que su nombre, su letra, su eco, están ya escritos en el futuro de los filólogos: que, como el agua, nadie, él mismo, baña las orillas de la imaginación dos veces. El flujo imparable es eterna inmovilidad.

A mí me ha pasado asomado al Támesis: “Se detiene. Siente / con el asombro de un horror sagrado / que él también es un río y una fuga”. Sin melancolía, con pavor, he sentido que la ciudad se multiplicaba, serpenteaba, me acorralaba en el inabarcable laberinto de sus deseos contrapuestos. La ciudad-río me volteaba, me devoraba, me evaporaba. Para conjurarla, hube de subir, como peregrino clandestino, a Hampstead, jardín del atardecer, a ver los destellos de poniente entre arboledas fatigadas. La intensidad de la luz, en un instante, calmó el salvaje ulular de la ciudad perpetuamente mutante. Uno que huye, a raudales.

También entre los caminos de sus cuentos, regreso siempre a la misma isla circundada de ruinas (Las ruinas circulares). Otro hombre gris desembarca en la noche unánime con un solo fin: engendrar un hombre con la ceniza -¿con el polvo?- de los sueños. Bajo una apariencia gnóstica, este demiurgo debe emprender por dos veces su tarea antropogónica. Su paternidad convertiría el simulacro en existencia olvidada: segregación imaginaria de un perdido poder ontológico. “En el sueño del hombre que soñaba, el soñado despertó”.

Como en la tempestad shakespereana, quien despertase estaría tejido de la misma materia del acto de soñar. No es que fuese sueño sino que, soñando, despertaba al ser del sueño. El logos del sueño es el doble del fuego de Heráclito. Si para Hamlet el ser era dormir, soñar, morir tal vez, entre el hombre que sueña y el que despierta se consume un fuego que es uno y el mismo. Como dice el primer fragmento de Heráclito: “A los demás hombres les pasa desapercibido cuanto hacen despiertos, igual que olvidan cuanto hacen dormidos”. A este hombre, en cambio, el olvido del sueño le hace recordar que su creación es fatalmente eterna.

“Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”.


¿Soy una apariencia? ¿El sueño de un dios soñado? No lo creo, pero sospecho con terror, con humillación, con alivio que la apariencia de este mundo pasará por incendios tan simbólicos como real será su destrucción.



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