Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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viernes, 21 de septiembre de 2012

La legitimidad del perro holandés. Mi Chateaubriand.






La imagen más conocida de Chateaubriand nos lo presenta ya adulto, con el pelo revuelto y la mirada romántica, no perdida en el infinito, sino fija en la distancia, con melancolía espantada. Es un retrato académico que se puede ver en Saint-Maló, su tierra natal, fechado en 1808. En la plenitud de su gloria, otro retrato lo presenta vestido de gala, con todas las medallas de su honor. Hierático y acartonado, en su rostro se trasluce todavía la misma melancolía que se ha hecho, no cínica, sino desengañada y, por qué no decirlo, aburrida de tanta iniquidad como había visto.




No soy un experto en Chateaubriand, pero la lectura de sus Memorias de ultratumba, tan justamente elogiada ciento cincuenta años después de su publicación, depara momentos felices que sólo cabe explicar porque en la cadencia de su voz se pueden encontrar ecos de un ritmo interior al alcance (raro) todavía de algunos hombres (raros) de hoy. Más allá de los elogios de su estilo o de su capacidad imaginativa, la grandeza de un artista se mide cuando es capaz de remover y hasta de descubrir los perfiles de la vida del lector al contraluz de sus propias palabras. No es que Chateaubriand diga las cosas que a uno le gustaría decir (sería un terrible defecto de anacronismo), ni que las diga de la mejor manera posible (en las tres mil páginas de sus memorias, hay partes francamente pesadas), sino que si no fuera porque ha dicho las “suyas” su lector desconocería rincones de su sensibilidad vital (para quienes son menos raros, siempre hay la posibilidad de acercarse a sus memorias a través de versiones adaptadas). Este tipo de escritores merecen seguir llamándose clásicos. 

La ironía de Chateaubriand, en tono menor, es prodigiosa. Espectador y actor de una época convulsa que borró literalmente del mapa, en veinte años, una forma de vida y una visión del mundo que habían pervivido, de una manera u otra, durante ocho siglos, el autor de El genio del cristianismo es una personalidad arrolladoramente contradictoria. Enemigo de Napoleón, admira su genio. Defensor de la legitimidad borbónica, desprecia el arribismo y la mediocridad de su entorno. Convencido de la libertad y de su ineluctable avance, cree todavía en la necesidad de un orden que debe apoyarse en los símbolos de la tradición. Angustiadamente escéptico, dobla su razón ante la belleza de la religión. El tañido de las campanas de una iglesia deshabitada contiene más verdad que el tráfago de la gran ciudad.

Leyendo a Chateaubriand, uno “ve” plásticamente que la historia se repite, pero no al modo como Marx la había analizado en El 18 de brumario (aquello de que la historia se repite, la primera vez como tragedia y la segunda como farsa), sino como había atormentado a Kierkegaard: la repetición es esperar contra toda esperanza que la nada se llene de una riqueza trascendente hasta los bordes. Para Marx, el modelo es Napoleón; para Kierkegaard, Job. Para Chateaubriand, posiblemente, Luis XVI, el “rey mártir”, como lo llama, desvanecido sin más en el pasado.

Si en la ultratumba hubiera que explicarle el siglo XX a Chateaubriand, entendería que Napoleón es a la Revolución francesa lo que Stalin a la Revolución rusa: la culminación y la traición, a la vez e indisociablemente, de una orgía de sangre. Las purgas de Moscú aunarían el Terror jacobino con las masacres napoleónicas. Hitler vendría a ser el Napoleón más brutalmente degenerado. Ingenuo, Chateaubriand creía que, después del desastre de la expedición a Rusia, el mundo no volvería a ver un espectáculo tan horrible.

Ante el  horror que le tocó vivir, ya digo que nuestro autor busca abrigo en la tradición política y religiosa, sin hacerse, por el contrario, ninguna ilusión al respecto. Se siente una conmoción desolada al leer párrafos como este:

“Me acuerdo de haberle dicho a mi camarada, durante estas conversaciones, que Francia quería imitar a Inglaterra, que el rey moriría en el cadalso y que, probablemente, nuestra expedición contra Thionville sería uno de los principales cargos de acusación contra Luis XVI. Desde entonces he hecho muchos otros no menos certeros, y tan poco atendidos como aquél; ¿y qué ocurría cuando se producía el desastre? Pues que la gente se ponía a salvo del peligro, y me dejaban a mí luchando con la desventura que había previsto. Cuando los holandeses sufren una racha de viento atemporalado en alta mar, se retiran al interior del barco, cierran las escotillas y se ponen a tomar ponche, dejando un perro en cubierta para que le ladre a la tempestad; una vez pasado el peligro, se manda de nuevo al amigo fiel a su perrera en el fondo de la bodega, y el capitán vuelve a disfrutar del buen tiempo en el alcázar de popa. Yo he sido el perro holandés de la nave de la legitimidad”.

¿Quiénes pueden haberse, en algún momento, sentido como un perro holandés? No como un grumete, ni como un marinero, sino como un can abandonado a la intemperie. Aquellos que, alérgicos a la fantasía de un tradicionalismo estéril, aman un orden y una jerarquía que quizás jamás existieron, pero cuyo deslumbrante, e ilusorio, recuerdo funda una autoexigencia incapaz de ser cumplida y, por ello, más perentoria. Palabras todas ellas insignificantes en estos momentos, como también lo eran ya en el siglo XIX. Incomprensibles, por supuesto, para el espíritu cuartelario español, redivivo en en la estructura partitocrática que nos aprieta pero que parece que no nos ahoga.

Sobreviviendo a su bulimia literaria, cabría hacer justicia poética a Chateaubriand y reconocer, como era su deseo, que “algún rayo escapado de los Campos Elíseos derramará sobre mis últimos cuadros una luz protectora: la vida me sienta mal; tal vez me vaya mejor la muerte”.  Desde la ultratumba, sus memorias dan fe de ello.



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