Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 14 de julio de 2015

Monárquico sin rey.



Las postrimerías de Fernando III el Santo,
Virgilio Mattoni de la Fuente (1887)


Siempre me ha llamado la atención del ideario carlista actual un punto paradójico que, en su aparente declaración de impotencia, me resulta muy estimulante desde el punto de vista intelectual y político: “El concepto de monarquía va unido al de su legitimidad, pero la vacancia actual en la Dinastía carlista no puede hacer variar al tradicionalismo de sus convicciones monárquicas”. Tengo para mí que la Dinastía, en cualquiera de sus formas españolas, más que vacante se ha evaporado o, mejor dicho, se ha declarado prófuga de la historia. Eppure, no puede hacerme variar de mis convicciones monárquicas…

Saint-Just, arcángel del Terror, comprendió seriamente la naturaleza de la monarquía. "No se puede reinar inocentemente". Durante el juicio a Luis XVI sostuvo que a un rey no se le debe condenar por este o por aquel delito, sino que se le ha de ejecutar por el solo hecho de ser rey. Saint-Just contribuyó así de manera decisiva a uno de los errores más terribles de nuestra época: toda diferencia implica una intolerable desigualdad; o, al revés, si todos somos iguales toda diferencia está permitida. En este momento, igualado todo poder, desaparecerá, rebelde y usurpador, todo rastro de Dios... 

Paradójicamente, hasta la Revolución cuanto más se alejaba un rey del cumplimiento de sus deberes históricos, más brillaba la necesidad de la institución, aun deformada por sus formas absolutistas y despóticas. Tras ella, ha desaparecido el origen del poder real, que es siempre descendente. Un rey puede ceder el gobierno; jamás su autoridad. Por ello, pese a su buena voluntad, el título de Rey que ostenta Felipe VI apenas posee ya otra legitimidad que la razonable aceptación de las encuestas, sobre todo entre los detractores de la monarquía. En el fondo no es más que, ahora sí, el símbolo de una ausencia. 

No defiendo que a los reyes se les deba permitir que sean irresponsables sino que su inviolabilidad manifestaba, no una patente de corso, sino la resistencia al cierre disciplinario de una sociedad abandonada a sí misma. Digo sencillamente que, a cambio, el destino de rey es inhumano. Se les inviste de toda clase de privilegios con el único fin de que renuncien a su individualidad. La Monarquía no refleja ni simboliza la sociedad, sino que debería justificarla. ¿Es ello todavía, ya no digo aceptable, sino simplemente comprensible? 

Encarnando la continuidad histórica de la patria y la unidad del Estado, un Rey debía defender, hasta con la vida, tres principios que contradicen la esencia misma de nuestra actual cultura occidental: la familia, la propiedad y la libertad, que no son derechos sino deberes que oponer a la satisfacción inmediata de pulsiones desatadas entre sus miembros. Quizás por el olvido de esos tres principios España se está desmoronando social, económica y territorialmente, de acuerdo con una lógica implacable que debe lamentarse pero no sorprender.


¿No es inconsistente, y hasta hipócrita entre monárquicos, vincular la legitimidad de la institución con la ejemplaridad en el comportamiento de los miembros de la Familia Real? Nadie cuestiona, en su sano juicio, la solidez de la República francesa -tan monárquica, por otra parte- por los escándalos amatorios -y económicos y políticos- de sus presidentes –uno detrás de otro− desde Giscard d’Estaing hasta François Hollande. En la historia, reyes santos se pueden contar con los dedos de las manos. Al contrario, corruptos, depravados, dementes han forjado el tono real de una institución cuya fuente de autoridad, sin embargo, siempre ha sobrepasado a quienes han ejercido el cargo.

El progresismo falsario (términos actualmente pleonásticos) pretende conceder lo insostenible. Una Monarquía burguesa y liberal –una Monarquía filistea, en suma− acaba derivando en un Negociado del Estado que convierte al Rey en un alto funcionario que puede –y debería− ser sustituido si no ejerce sus responsabilidades con la integridad pública que una sociedad moderna reclama. 

Al fin y al cabo, es preciso reconocer que el camino de la abdicación de toda Monarquía en España debe no poco a Juan Carlos I, cuando asumió que, como engranaje del Estado, tenía "derecho" a cobrarse sus servicios. Lamento el papelón de Felipe VI enredado en líos familiares con su hermana y con su cuñado, mientras encaja hierático una pitada monumental al himno nacional, porque con la ejemplaridad que predica no parece estar tanto en juego España cuanto garantizar la Jefatura del Estado para que, como siempre, si la Familia Real es destronada, no acabe arrastrando por entero a nuestra patria. Se trata del argumento clásico, que por su trasfondo idiosincrático, desmoraliza y espeluzna: ¡Los Borbones o el caos! 

No obstante, el golpe de gracia a la Monarquía española se lo dio el mismo Felipe VI cuando decidió casarse con quien quiso. Creí entender que el argumento que esgrimía era que no podía reinar siendo infeliz. ¿No se dio cuenta de que, ante la disyuntiva de felicidad o infelicidad, reinar se convierte de manera definitiva en algo completamente irrelevante? En estos términos secularizados, ¿podrá justificar también la no-genética una Monarquía? Los británicos, una vez más, son terriblemente más prácticos e implacables: Guillermo será, en el fondo, Rey por su madre. Tal como están las cosas de desquiciadas, a esta apariencia de Monarquía nuestra podría llegar a salvarla sólo un vientre de alquiler…

Tal modelo “monárquico” requiere gotas potentes de laicismo republicano, confinando, por ejemplo, su práctica religiosa al ámbito privado, ya sea en lo que atañe a los símbolos de su jura como a la expresión pública de su fe familiar.  Léon Bloy sostenía que entre los Borbones no había ni verdaderos hombres ni verdaderos cristianos; que lo uno o lo otro variaba en función de sus intereses dinásticos. La esposa del monarca no esconde su agnosticismo perfectamente respetable. Aun así, ¿debo inclinar la cabeza ante ella, por protocolo? No hará falta. ¿Por qué debo llamarla Reina? Jamás se me habría ocurrido llamar “Presidenta” a Carla Bruni. 

La radicalidad de Saint-Just ha quedado, pues, demodée. No hace falta ni ejecutar reyes ni exiliarlos. Su realeza es una cuestión de mero nominalismo que, momentáneamente, puede ser útil en una estructura política como la nuestra, ya republicana, que ha devenido, por otra parte, sistemáticamente indecorosa. 

En vez de hojear a Maquiavelo y a Hobbes, tal vez nuestros monarcas debieran haber leído el ciclo artúrico desde Geoffrey de Moumouth o Chrétien de Troyes a Thomas Mallory… Y, ya de paso, el final de la Estoria de España de Alfonso X el Sabio relatando la ejemplar muerte del rey santo Fernando III.

Resulta, pues, evidente que la autoridad desciende sobre el Monarca temporal desde la fuente de la autoridad universal sin ningún intermedio; fuente que, única en la cumbre de su simplicidad, se derrama en múltiples cauces por la abundancia de su bondad. […]. La verdad de esta última cuestión no hay que tomarla en sentido tan estricto que el Príncipe romano no esté sometido en nada al romano Pontífice; pues la felicidad mortal de algún modo se ordena a la felicidad inmortal. El César, pues, debe guardar reverencia a Pedro, como el hijo primogénito debe reverenciar a su padre: para que, iluminado con la luz de la gracia paterna, irradie con mayor esplendor sobre el orbe de la tierra, a cuya cabeza ha sido puesto solo por Aquél que es el único gobernador de todas las cosas espirituales y temporales
(Dante, Monarchia).

Recuerdo a mi padre emocionado, hace casi cuarenta años, viendo por la tele a Don Juan cuadrarse delante de su hijo, en un acto que más de abdicación parecía de claudicación: “Majestad, por España; todo por España”. Impávido, conmovido, observo el desierto legítimo de toda autoridad.


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