Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 18 de febrero de 2014

Joaquim Vancells, ¿modernista?



Febrer (1891),
Joaquim Vancells


Con sorna, mi abuelo solía decir que, por línea materna, me había correspondido en herencia “estar tocat de l’art”. A partir de la locución catalana “estar tocat del bolet”, observaba en mi comportamiento síntomas de haber ingerido en exceso sustancias alucinógenas como poemas, sonatas o cuadros. El diagnóstico tenía una base genética en el pintor Joaquim Vancells i Vieta (1866-1942), artista burgués y católico; un catalán de la vieja escuela extinguida.

Me he pasado una mañana en la Biblioteca de Cataluña hojeando los catálogos de sus últimas retrospectivas, una del año 1987 y otra de 2002. Pintor más que notable, fue amigo de escritores como Joan Maragall o Santiago Rusiñol, de músicos como Enrique Granados –que le dedicó la Tercera danza española− y de pintores como Ramon Casas. Todos ellos frecuentaban la tertulia de su taller a finales del siglo XIX.

Iniciado en el modernismo, se dio a conocer públicamente, junto con Alexandre de Riquer y otros jóvenes, en la Sala Parès de Barcelona en 1891. Uno de sus cuadros más reconocidos, Febrer, también de 1891, propiedad actualmente del MNAC, sintetiza muy bien la estética que le animaba en su primera etapa. En ella, según Jordi A. Carbonell, “adaptaría en su pintura el naturalismo gris, de corte urbano, del modernismo al paisajismo catalán de raíz vayrediana y, en definitiva, barbinzoniana. Describía el mundo rural y de montaña con un espíritu objetivista, pero en nada falto de poesía”.

Dinamizador cultural en Tarrasa, fundó con los hermanos Llimona, Enric Galwey, Dionís Baixeras y otros el Cercle Artístic de Sant Lluc (1893) a través del que se proponían crear un arte de fondo cristiano sin renunciar a las exigencias modernas. Mn. Torras i Bages, que acababa de publicar La tradició catalana (1892) y de participar en la formulación de las Bases de Manresa, fue nombrado consiliario. ¿Es posible imaginar aquel catalanismo capaz de entronizar en sus exposiciones un Sagrat Cor pintado en comandita por Llimona y Vancells y de evitar cualquier desnudo femenino? El modernista Rusiñol y los Quatre Gats debieron sentirse horrorizados ante aquella vuelta de tuerca bienpensante, no sólo estética y religiosa sino también política.

Riquer dio a conocer a su amigo Vancells el prerrafaelismo y el paisajismo inglés de la escuela de Turner. A causa de esta anglofilia, al egarense le costó aceptar el significado del impresionismo. Como miembro del Jurat de Recompenses de la V Exposició de Belles Arts de Barcelona cometió un error del que, honestamente, se arrepentiría públicamente después. Logró que se desechase la compra de cuadros de los mejores impresionistas franceses. Cuando se quiso reparar el desaguisado, era ya demasiado tarde.

Los ecos de esta polémica así como la incomprensión de su evolución pictórica, cada vez más inclinada hacia el realismo a medida que avanzaban las dos primeras décadas del nuevo siglo, le obligaron a una suerte de esquizofrenia creadora. De un lado, por razones económicas, repetía una y otra vez, a precio pactado, los paisajes que le habían dado renombre en el circuito comercial (“països pel burgès” solía definirlos). Por otra parte, continuaba su trayectoria personal que tan bien definiera en un libro de los años 50 su sobrino, también pintor, Rafael Benet.

Garbes amb la ciutat al fons (1920)
Sus cuadros de garberas muestran un mundo rural ambiguamente estetizado. Consciente de que la ciudad, con sus chimeneas textiles, producía sus riquezas, aquella satisfecha burguesía conservadora no se conformaba con que fuese un enclave civilizado. De algún modo vago, percibía en ella una amenaza de la luminosidad de su amado Vallès. Los jardines domésticos, íntimos, les aseguraban un consuelo ucrónico.

Me maravilla la mirada de Vancells. No es una mirada genial; es una mirada atenta. El detalle no le interesa tanto como captar el ambiente que lo matiza hasta hacerlo imprescindible. El jardín de su casa, los bosques que la rodeaban, fueron el refugio de su pintura. Ni el aire, ni la luz, ni sus nieblas son extraordinarios. Es el gesto de su dibujo, el instante, siempre derrotado, de su nostalgia, el que traza, en la ausencia de figuras humanas, la intensidad de una belleza tan inmediata que hasta se escapa a la contemplación. Es el suyo un realismo metafísico, fruto de una aurea mediocritas burguesa. Marc Molins explicaba así su última etapa:

“La relación entre espacios dibujados y espacios en blanco también es significativa: sugiere formas que no dibuja, intensificando ligeramente las sombras de las partes planas. Define por contraste. Es un tipo de dibujo que me atrevería a calificar de moderno: decir el máximo con un mínimo de recursos. Y ya no se trata de representar la realidad sino de significarla, señalar el mundo y ya está”.

Tras presidir su última comida de Navidad gravemente enfermo, el tío Vancells se retiró al lecho. Viendo que el médico preparaba una inyección, se dirigió a sus hijos: “No és el doctor el que vull. Vull el Viàtic!”. Tocado del arte, significó su pequeño mundo. I prou!


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