Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 23 de octubre de 2012

Este fuego, uno y el mismo. Entre Heráclito de Éfeso y Saulo de Tarso.







Alrededor de mil kilómetros y de quinientos años separan entre las ciudades de Éfeso y Tarso, en Asia Menor, el nacimiento de dos hombres decisivos de Occidente: Heráclito y san Pablo. El uno vivió casi toda su existencia retirado y en malas relaciones con sus conciudadanos, entregado a un pensar radical, fragmentario, que le valió el sobrenombre del «enigmático». El otro no cesó de viajar por todo el mundo civilizado de su época, el Imperio Romano, del que era también ciudadano. Predicando, de palabra y por escrito, una nueva fe, el «apóstol de los gentiles» contribuyó a definir el cristianismo como una religión diferente al judaísmo. Frente a la luz ambivalente del Egeo y del Mediterráneo, uno y el mismo mar, podría decirse que ambos pusieron las bases de una ética de la inteligencia que Europa siempre se ha esforzado por profanar.

Sócrates y Jesús han encarnado, en la cultura europea, la tensa relación entre Atenas y Jerusalén. Con la misma ferocidad contrapuesta, Tertuliano, en el siglo III, y Nietzsche, en el siglo XIX, combatieron cualquier componenda entre ellas. El africano cree porque es absurdo. Inspirándose en la letra paulina, opone a la sabiduría del mundo la necedad de Dios. El teutón descree porque no es absurdo. Sócrates, una naturaleza dionisíaco-apolínea privilegiada, habría corrompido la alegría solar de Grecia, pues el devenir eterno del mundo es necesariamente trágico. San Pablo, ese «vendedor de alfombras» como Nietzsche lo califica en alguna ocasión, habría mercadeado, con imitaciones odiosas, la dualidad entre el mundo verdadero y el mundo aparente en el bazar de los esclavos. El cristianismo sería el pret-à-porter del platonismo.

Pero, ay, Nietzsche también desconfiaba de Heráclito, y con razón. En El ocaso de los ídolos, exceptuaba “con profundo respeto” el nombre del efesio, pues, “aunque fue injusto con los sentidos”, “Heráclito tendrá eternamente razón al defender que el ser es una ficción vacía”. Afirmación excesiva, quizás influida por una lectura estoica de Heráclito. En Ecce homo, Nietzsche se proclamaba el primer filósofo trágico de la historia, sin antecedentes, pese a que “me ha quedado la duda respecto a Heráclito, a cuyo lado me siento más reconfortado y más a gusto que en ningún otro lugar”. El tajante Nietzsche, el filósofo a martillazos, se queda paralizado ante la figura solitaria de Heráclito, sordo al rumor del ágora, de perfil ante su propia escritura, tal como lo retratase Rafael, en primer plano, en La escuela de Atenas.





La escuela de Atenas (1504), de Raffaello Sanzio.


¿Pero es Heráclito realmente el anti-Parménides, el negador del concepto de ser sólo concebible estáticamente? ¿Se habría sentido cómodo Nietzsche ante un aforismo como el siguiente: pμονίη φανς φανερς κρείττων? Felipe Martínez Marzoa traduce como “armonía inaparente más fuerte que la aparente”. Esta armonía inaparente es la del λόγος que sólo a los hombres que despiertan les es dado comprender. Armonía ciega más fuerte que la de la visibilidad. En el orden del caos, el camino que sube y baja, la guerra y la paz manifiestan en su contradicción la φύσις que ama esconderse. La palabra que se manifiesta ocultándose es el fuego que no une los contrarios sino que los hace crepitar eternamente. Lo sabio no es observar el devenir sino contemplar el cosmos que se enciende y se extingue según medida. El lógos respira la música de lo uno inaprensible.

Pablo de Tarso descubre en el escándalo de la cruz la palabra eterna que sostiene el mundo. En lo oscuro, en lo humillado, se revela, con una urgencia histórica que el fuego heracliteo desconoce, el plan de Dios que, oculto a todas las fuerzas cósmicas, sólo se hace visible a los hombres mediante la fe en Jesucristo. Si para Heráclito el cosmos es un desgarro ontológico, para san Pablo es una esperanza teológica. En ambos, no obstante, el logos que lo atraviesa es una discordia necesaria. El Heráclito nihilista refulge en una postmodernidad inquieta y apocalíptica, que hace de la escritura el resto de un naufragio inasequible. El tiempo de San Pablo fue, en cambio, el del humanismo cristiano derrotado por el universo frío de las ciencias modernas. El soldado de Cristo pergeñado en la Carta a los Efesios, que inspiró el Enchiridion de Erasmo, parece empeñado en retirarse a los cuarteles de invierno de la contrarrevolución. Aun semiborrado, como el icono de Andrei Rubliov, Pablo continúa mirando, sin embargo, la realidad como el cumplimiento de la escritura divina.



San Pablo escribiendo sus epístolas,
atrib. Valentín de Boulogne (c. 1620)


Guerra y paz, el camino que sube y baja, Pablo y Heráclito simbolizan, en la época del eclipse de Occidente, que la dialéctica cósmica puede que no vuelva a encenderse, pero que se extinguirá según la medida de la historia. 


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